De vez en
cuando me pasa que entro en una librería con mi lista de títulos buscados en
mano y cuando el vendedor escucha algunos de ellos me mira con cara entre
dubitativa y risueña: “Esos títulos son de libros infantiles, no son para vos”.
Incluso se han negado a mostrármelos o a decirme precios asegurando que debía
estar en un error.
Más allá de esas actitudes
prejuiciosas puntuales, surge el interrogante: ¿Qué ideas preconcebidas rodean
a la literatura para niños y jóvenes? ¿Qué es lo que la hace “no apta” para
adultos?
María Teresa Andruetto nos advierte
acerca de los peligros de categorizar o encasillar los libros, no por su valor
literario, sino por la franja etaria “recomendada”. Cito un fragmento de su
texto “Hacia una literatura sin adjetivos”[1],
donde explica claramente esta cuestión:
“El gran peligro que acecha a la
literatura infantil y a la juvenil en lo que respecta a su categorización como
literatura, es justamente el de presentarse a priori como infantil o como
juvenil. Lo que puede haber de ‘para niños’ o ‘para jóvenes’ en una obra debe
ser secundario y venir por añadidura, porque el hueso de un texto capaz de
gustar a lectores niños o jóvenes no proviene tanto de su adaptabilidad a un
destinatario sino sobre todo de su calidad, y porque cuando hablamos de
escritura de cualquier tema o género, el sustantivo es siempre más importante
que el adjetivo. De todo lo que tiene que ver con la escritura, la
especificidad de destinatario es lo primero que exige una mirada alerta, porque
es justamente allí donde más fácilmente anidan razones morales, políticas y de
mercado.”
Entonces, esas ideas preconcebidas muchas
veces tienen que ver con el objetivo educativo/didáctico que al parecer debería
tener la literatura destinada a los chicos. ¿Acaso nosotros recordamos con
mayor cariño los libros como “Ordenar es bueno” y “Colita, el perro egoísta”?
¿O son los “otros”, los que “no nos enseñaron nada” los que disfrutamos más
durante nuestras lecturas infantiles? ¿Acaso una moralina disfrazada con un
relato de pobre argumento tuvo para nosotros como niños mayor valor literario
que una historia bien narrada que nos teletransportó a otra posible (o
imposible) realidad?
Lo que buscamos cuando leemos
literatura es una historia. No un mensaje, no una moraleja. Como adultos
buscamos divertirnos, emocionarnos, ponernos en el lugar de otro, vivir
aventuras o ver nuestra propia vida resignificada. ¿Por qué, como niños, vamos
a buscar otra cosa?
La literatura que calificamos como “infantil”
o “juvenil” debe generarnos a nosotros (aunque seguramente sea desde otro
lugar, el nuestro, el adulto, con sus peculiaridades) esa “magia”, esa “chispa”
que también nos genera la literatura “para adultos” que leemos (y que al
parecer tampoco sería apta para menores o mayores de…¿cuánto? ¿A qué edad
empezamos a leer literatura “de adultos” y a qué edad la dejamos para pasar a
literatura “de adultos mayores”?)
Responder ciertos interrogantes no
resulta nada sencillo y no es mi idea encontrar una verdad absoluta porque no
creo que la haya. Pero sí podemos ensayar posibles respuestas que nos guíen y
nos ayuden a pensar.
En este caso, creo que los libros no
pueden ser encorsetados según la “edad ideal de los pequeños lectores” impuesta
por el mercado. Más allá de esas categorías (sin negarlas, porque están
presentes en casi todas las colecciones que podemos encontrar en las
librerías), pienso, desde mi experiencia pasada como niña lectora hurgadora de
bibliotecas, que son los chicos los que pueden elegir qué quieren leer, si
tienen una oferta variada a su disposición[2].
Y pueden, y deben, equivocarse.
Quizás ese libro que los enamoró
desde la portada no les transmite nada; quizás otro que al principio no les
interesó sea el que marque un antes y un después con su lectura. Justamente así
como nos pasa a nosotros. De esa manera, mediante la exploración, podrán formar
su propio paladar como lectores activos y, una vez que le tomen “el gustito”,
nunca podrán dejar ese hermoso vicio de la lectura.
[1]
Andruetto, M.T., “Hacia una literatura sin adjetivos” en Hacia una literatura sin adjetivos, Edit. Comunic-arte, 2009.
[2]
Aquí considero que entraría en juego otro factor de vital importancia, que es
el clásico “educar con el ejemplo”: si insistimos en que los chicos lean pero
no ven a nadie disfrutar de la lectura a su alrededor, no leerán (o les costará
más hacerlo con placer). De todas formas, dejo este tema para desarrollarlo en
un próximo artículo.